lunes, 4 de abril de 2016

Historias Antárticas (Primera Parte: Llegada a Isla del rey Jorge)

Comienzo aquí una serie de entradas sobre mi reciente visita a la Antártida e Islas Malvinas. Hay mucho que contar y mucho que mostrar. Por tanto, a quien le apetezca, aquí tendrá material, que espero renovar cada diez-quince días.

Mi llegada al continente austral comenzó por la Isla del Rey Jorge (Isla 25 de Mayo para los argentinos). Este lugar cuenta con un clima bastante propicio para la presencia humana (siempre en comparación con el resto) lo que ha hecho que desde hace bastante tiempo se hayan establecido allí un considerable número de bases (en la actualidad existen hasta 13 bases y refugios pertenecientes a distintos países). Una de esas bases es la chilena “Presidente Eduardo Frei” (base Frei), que está gestionada por la Fuerza Aérea de Chile y cuenta con una pista de aterrizaje.
Este viejo avión está cerca del extremo norte de la pista, y es usado como almacén.

Cuando digo una pista de aterrizaje no me estoy refiriendo a una pista asfaltada de las que acostumbramos a ver en los aeropuertos convencionales; esta es una pista a base de tierra y sobre todo de pequeñas rocas, y hasta con una visible inclinación en buena parte de su recorrido. Como una de esas pistas o caminos rurales por las que a veces conducimos un vehículo sin pasar de 60 kms/h., pero mucho más ancha y de apenas 1 km de largo. Pues bien, en esa pista aterrizan aviones de carga con suministros, y es también utilizada por algunas empresas de turismo antártico para trasladar pasajeros evitando el famoso “pasaje Drake” y sus “mareantes y vomitivas” repercusiones. Ello supone un precio mucho mayor que el habitual, pero un buen número de personas lo elige. En mi caso el precio “last minute” era similar, y ofrecía dos días más del expedición, así es que me apunté a esta opción sin pensarlo.

Vista parcial de base Frei desde la pista de aterrizaje.

La base Frei está situada en la parte occidental de la isla. A pocos metros está otra base chilena; parece que es un todo sin división alguna, pero existe una diferencia en tanto a que esta otra es científica y está gestionada por el Instituto Antárticos Chileno (su nombre es base “Julio Escudero”). Y por si fuera poco, hay otra base a pocos metros de ambas, en concreto la rusa “Bellingshausen”, nombre con el que los rusos homenajean al almirante del mismo apellido que exploró la zona por encargo del Zar Alejandro I allá por el año 1.819. Es una de las cinco bases permanentes que Rusia tiene en la Antártida (más otras cinco de verano), y entre ellos es conocida con nombres como “el balneario”, “la sauna” o “el lugar de veraneo”, debido a la relativa bonanza del clima (-2º C. de temperatura media y más de 10º C durante los meses de verano) en comparación con el de otras bases continentales donde se registran hasta -88º C. (base de Vostok). Si alguien ha leído hasta aquí puede pensar que me estoy enrollando con los rusos, y no le falta razón. El motivo es contar la primera de las historias antárticas que aquí inicio. Mi informante fue un mecánico chileno jubilado, afincado en Punta Arenas, que días atrás me había contado la historia que él asegura haber vivido en persona, cuando en su juventud era un encargado de mantenimiento de motores en base Frei.
Acceso a la base Bellingshausen.

Resulta que a principios de los años setenta, con el gobierno socialista de Allende en Chile, la relación entre rusos y chilenos vivía un momento de gloria. Un pequeño riachuelo (bautizado por los rusos con el nombre “pequeño Volga”) separa ambas bases; cuando digo pequeño, es porque en verano que es cuando corre, se cruza de un salto por algunos puntos y durante el invierno está congelado. Pues bien, en aquella época el pequeño Volga era cruzado a diario por unos y otros, en lo que se podía considerar como un hermanamiento notorio. Así continuaron las cosas durante unos años hasta que en septiembre de 1973 se produjo en Chile el golpe de estado, que originó la dictadura del general Pinochet y un radical giro a la derecha. En esas circunstancias, tanto rusos como chilenos recibieron órdenes expresas de evitar confraternizar con quienes ahora eran enemigos. Unos y otros no entendían bien por qué en un lugar remoto como aquél, en teoría dedicado a la ciencia y a la paz, tenían que atenerse a las mismas normas que en sus respectivos países, pero los militares tenían la obligación de acatar las órdenes sin rechistar, y los científicos al parecer asumieron e imitaron el comportamiento de los primeros como el más correcto y adecuado. Y así estuvieron durante más de un año aquellos vecinos, separados por unos metros y sin dirigirse la palabra. Hasta que en pleno invierno del año siguiente, cuando los chilenos estaban dedicados a sus tareas dentro de sus módulos (al parecer el tiempo no permitía trabajar fuera) se escucharon unos golpes en la puerta de uno de esos módulos. Sorprendidos, un par de chilenos acudieron a ver qué pasaba, y su sorpresa fue aún mayor al encontrarse con un tipo cubierto por una sábana blanca. Para mayor estupefacción de los científicos chilenos, el hombre levantó la sábana y mostró una botella de vodka. La conversación entre unos y otros, que mi informante conoció de oídas fue algo así:
¿Pero qué haces aquí ruso? ¿No te das cuenta que te van a castigar cuando te vean? ¡Anda, márchate rápido!
No pueden castigarme porque nadie me puede ver. Soy un fantasma, y por tanto soy invisible.
Los chilenos pasaron un momento de incredulidad y estupefacción ante lo que estaban presenciando y escuchando, pero al final no pudieron evitar reír a carcajadas e invitar al ruso al interior del módulo, donde compartieron el contenido de la botella. Habida cuenta de la actitud que había mostrado aquél ruso, es muy probable que la botella estuviera medio vacía, aunque también podía estar llena y ser la segunda que aquél individuo había agarrado entre sus manos aquél día. En ese primer acercamiento sólo participaron tres sorprendidos chilenos, pero cuando estos informaron a sus compañeros de lo ocurrido, todos mostraron su interés por haber querido participar en el encuentro… “hombreee, haber avisado”.
Una versión del fantasma ruso. La foto no es mía.

Una nueva visita del “fantasma ruso” se produjo pocos días después; la voz se corrió rápidamente, y esto hizo que el ruso bajo la sábana fuera recibido en aquella ocasión por la mayoría de los habitantes de “base Frei” y “Julio Escudero”. El aislamiento de aquellos hombres en medio del rigor del invierno antártico hacía que cualquier cosa que saliera de la rutina normal fuera bienvenida y hasta festejada, y aquella visita desde luego se salía de lo normal.
Esta foca Wedel puso esa cara al ver pasar "el fantasma".

Días después se esperaba de forma ansiosa la visita del fantasma, cuando uno de aquellos chilenos decidió que por qué esperar y se plantó en Bellingshausen, donde fue recibido con alborozo (al parecer los rusos ya estaban bastante “contentos” cuando se presentó el chileno), y su llegada fue motivo para continuar la fiesta unas horas más.
Skúa dándose un baño después de la fiesta.

A partir de entonces las visitas entre los miembros de una y otra base se hicieron cada vez más frecuentes, … y las fiestas compartidas también; como los que habían dado las órdenes de no confraternizar estaban a miles de kilómetros y no sabían nada de lo que estaba ocurriendo allí, se perdió el temor a posibles broncas, castigos o represalias y se volvió a un hermanamiento similar al que hubo un tiempo atrás.
Y este Pingüino Papua buscó refugio en el mar; se le ve cierta cara de trauma.

Con la llegada de la primavera, llegaron también buques de aprovisionamiento de los dos países, cuyos ocupantes se sorprendieron ante la nueva situación, pues a nadie se le ocurrió disimular, pero ninguno de los recién llegados puso el grito en el cielo por lo que veía. Mas bien debieron comprender que las normas en aquella parte del mundo, donde uno está sujeto al rigor de un clima extremo y al frágil estado de ánimo producido por el aislamiento más absoluto, son un caso aparte, y hay que tomarlas como el vodka, cuándo y como a uno le apetezcan.
En cambio este Lobo de Dos Pelos parece que terminó entonando algunos cánticos.

Ni que decir tiene que con el tiempo ambos países fueron sufriendo profundos cambios hasta llegar a lo que son ahora, y que en la Isla del Rey Jorge continúa reinando un clima de hermanamiento y colaboración entre Rusos y Chilenos.
Primeros pasos en la Antártida. Aquí se ve cómo es la pista.

Y volviendo a mi historia personal, una vez bajamos el avión, la primera vez que pusimos los pies en la Antártida, resultó un tanto extraño, pues lo hicimos en unas cubetas con desinfectante; siguiendo las normas del Tratado Antártico, hay que evitar cualquier tipo de contaminación, y las normas se cumplen bastante bien. Ya hablaré otro día sobre esto. A partir de ese momento teníamos por delante una caminata de algo más de dos kilómetros hasta una playa llena de guijarros en la bahía Fildes, junto a la península del mismo nombre, desde donde seríamos trasladados en zodiacs hasta nuestro barco, el “Sea Adventurer”, para iniciar el recorrido antártico. Y esa caminata, lejos de ser un inconveniente, o una dificultad necesaria, como se nos presentaba en la charla del día anterior, fue un recorrido espléndido, donde el primer contacto con la Antártida se manifestaba en la baja temperatura (-3º C.) pero atenuada por un sol radiante, y donde podían verse Pingüinos Papúa, Gaviotas Cocineras o Skúas en medio de un lugar salvaje pero donde el hombre estaba dejando su impronta desde hacía décadas.
Totem de direcciones de base Frei.

Nos habían pedido que no fotografiáramos las instalaciones militares chilenas, pero era inevitable una instantánea desde lejos, y sobre todo ante el primer tótem con múltiples direcciones de base Frei. Muy cerca de allí, sobre un promontorio, se veía la iglesia ortodoxa rusa de Santa Trinidad, la mayor de la Antártida, construida íntegramente de madera en alguna parte de Siberia y trasladada hasta allí en piezas.
Iglesia ortodoxa rusa de Santa Trinidad.

El recorrido finalizaba junto a “Villa Las Estrellas”, que nada tiene que ver con el pueblo ruso del mismo nombre, donde los cosmonautas de aquél país realizan sus entrenamientos. Esta villa es una parte de base Frei, en concreto el núcleo donde reside la población civil chilena, es decir, los familiares de algunos de los militares destinados en base Frei. Cuenta con escuela, oficina de registro civil, correos, banco, biblioteca pública, iglesia y un pequeño hospital. Aquí sí que permitían hacer todas las fotos que uno quisiera. No es que los edificios civiles sean menos importantes, es que interesa dar a conocer el hecho de tener población civil viviendo allí, como si de un pueblo más se tratase, en ese empeño por reivindicar la Antártida como parte del territorio nacional chileno.
Termina aquí el primer relato antártico, pero habrá otros más muy pronto, y con muchas más imágenes de fauna y paisajes, como algunos me piden. Paciencia. Queda mucho por contar. Hasta pronto.
Hacia el barco, que sería nuestra vivienda durante algo más de dos semanas.
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