En la Península Ibérica, los espacios
que hoy conforman las ciudades, tuvieron su origen hace centenares de
años cuando en esos lugares, por alguna u otra razón, se
establecieron pequeños asentamientos humanos. Si bien algunos de
esos asentamientos no han crecido en la misma medida que otros (las
razones no nos interesan aquí, y por ello no vamos a tratarlas), en
los que hoy conocemos como “ciudades” (según el diccionario con
una población superior a los diez mil habitantes) con el tiempo se
ha ido produciendo un considerable grado de crecimiento, y los campos
colindantes a los primeros edificios han sido engullidos por el
componente urbano. Se perdieron así numerosos enclaves, algunos de
gran valía, pero en algunos casos (no demasiados) las
características de las edificaciones y el gusto por lo natural,
unido a la lentitud de las construcciones de épocas antiguas,
posibilitaron cierto grado de coexistencia entre las aves (moradores
naturales del terreno) y las personas que acababan de usurparlo. Era
además una época en la que se tenía en cuenta a las aves a la hora
de edificar, y no se ponía objeciones a su presencia sino todo lo
contrario, pues suponían vida y alegría en el entorno. De esta
forma, los mechinales se dejaban sin cubrir para permitir el acceso a
Vencejos, Cernícalos, Grajillas, Estorninos o Gorriones entre otros,
en las cornisas no se ponían impedimentos a la nidificación de
Golondrinas y Aviones, y en los tejados era bienvenida la presencia
de Cigüeñas. Era una época muy distinta a nuestros días, y
durante esa andadura, gran parte de las ciudades perdieron en gran
medida esa identidad y ese encanto natural que debió caracterizarlas
en un principio. Pero por fortuna existen las excepciones. Tenemos en
Extremadura numerosos enclaves urbanos que siguen conservando su
identidad natural después de centenares de años. La mayoría son
pequeños pueblos y aldeas, pero existe una ciudad de gran tamaño,
que ha sabido compaginar de forma inmejorable el desarrollo urbano y
la pervivencia de los valores naturales; esa ciudad es Cáceres, y
hoy puede considerarse como un enclave urbano privilegiado, pues
ninguna otra de su tamaño en toda nuestra región y muy pocas en
toda la península albergan una fauna tan numerosa y pueden
considerarse como paradigma de la convivencia entre personas y aves,
en un entorno arquitectónico de gran belleza y lleno de historia.
Tal circunstancia empieza a emplearse
como reclamo turístico, pero indudablemente esto es sólo la punta
del iceberg. Si tenemos en cuenta el interés que despierta la
naturaleza hoy día y el valor que desde siempre ha tenido y sigue
teniendo todo lo histórico y monumental, en un futuro muy cercano el
turismo en esta ciudad puede crecer de forma considerable. Si la
ciudad de Cáceres sabe jugar bien sus cartas, y sabe proteger,
mantener y fomentar esas cualidades que posee, tiene la oportunidad
de erigirse en una auténtica “ciudad para las aves”, que
indudablemente le proporcionará unos importantes recursos económicos
mediante el desarrollo de un turismo de calidad. Apostar por ese
modelo de desarrollo no depende sólo de los responsables políticos,
sino del hacer diario de todos los cacereños, y de cuantos tenemos
la suerte de vivir en Extremadura, y poder visitar esta magnífica
ciudad con cierta frecuencia.
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